Fragmento de Libros : Mario Benedetti + La tregua
De Robert Doisneau |
(LA TREGUA)
Mario Benedetti
"Le quise dar una sorpresa. Me puse a esperarla a una cuadra de la oficina. A la siete y cinco la vi acercarse. Pero venía con Robledo. No sé qué le diría Robledo; lo cierto es que ella se reía sin trabas, realmente divertida. ¿Desde cuándo Robledo es tan gracioso? Me metí en un café, los dejé pasar y después empecé a caminar a unos treinta pasos detrás de ellos. Al llegar a Andes se despidieron. Ella dobló hacia San José. Iba al apartamento, claro. Yo entré en un cafecito bastante mugriento, donde me sirvieron un cortado en un pocillo que aún tenía pintura de labios. No lo tomé, pero tampoco le reclamé al mozo. Estaba agitado, nervioso, intranquilo. Sobre todo, fastidiado conmigo mismo. Avellaneda riéndose con Robledo. ¿Qué había de malo en eso? Avellaneda en una simple relación humana, no meramente oficinesca, con un tipo que no era yo. Avellaneda caminando por la calle junto a un hombre joven, uno de su generación, no un calandraca como yo. Avellaneda lejos de mí, Avellaneda viviendo por su cuenta. Claro que no había nada de malo en todo eso. Pero la horrible sensación proviene quizá de que ésta es la primera vez que entreveo conscientemente la posibilidad de que Avellaneda pueda existir, desenvolverse y reír, sin que mi amparo (no digamos mi amor) resulte imprescindible. Yo sabía que la conversación entre ella y Robledo había sido inocente. O quizá no. Porque Robledo no tiene por qué saber que ella no es libre. Qué idiota, qué cursi, qué convencional me siento al escribir: “Ella no es libre”. ¿Libre para qué? Acaso la esencia de mi inquietud sea haber comprobado esto, nada más: que ella puede sentirse muy cómoda con gente joven, especialmente con un hombre joven. Y otra cosa: esto que vi no es nada, pero en cambio es mucho lo que entreví, y lo que entreví es el riesgo de perderlo todo. Robledo no interesa. En el fondo es un frívolo que jamás llegaría a interesarle. Salvo que yo no la conozca en absoluto. Bueno, ¿la conoceré? Robledo no interesa. Pero ¿y los otros, todos los otros del mundo? Si un hombre joven la hace reís, ¿cuántos otros pueden enamorarla? Si ella me pierde un día (su única enemiga puede ser la muerte, la maliciosa muerte que nos tiene fichados), ella tendría su vida entera, tendría el tiempo en sus manos, tendría su corazón, que siempre será nuevo, generoso, espléndido. Pero si yo la pierdo un día (mi único enemigo es el Hombre, el Hombre que está en todas las esquinas del mundo, el Hombre que es joven y fuerte y que promete), perdería con ella la última oportunidad de vivir, el último respiro del tiempo, porque si bien mi corazón ahora se siente generoso, alegre, renovado, sin ella volvería a ser un corazón definitivamente envejecido.
Pagué el cortado que no tomé y me encaminé hacia el apartamento. Llevaba conmigo un vergonzante temor a su silencio, sobre todo porque sabía de antemano que aunque ella no dijese nada, yo no iba a investigar ni a preguntar ni a reprochar. Simplemente iba a tragarme la amargura, y, eso sí era seguro, a comenzar una era de pequeñas tormentas sin desahogo. Tengo una particular desconfianza hacia mis épocas grises. Creo que me temblaba la mano cuando hice girar la llave de la cerradura. -¿Cómo llegaste tan tarde?- gritó desde la cocina. –Estaba esperándote para contarte la última locura de Robledo, ¡Qué tipo! Hacía años que no me reía tanto.- Y apareció en el living con su delantal, su pollera verde, su buzo negro, sus ojos limpios, cálidos, sinceros. Ella no podrá saber nunca de qué me estaba salvando con esas palabras. La atraje hacia mí y mientras la abrazaba, mientras aspiraba el olor tiernamente animal de sus hombros a través del otro olor universal de la lana, sentí que el mundo empezaba de nuevo a girar, sentí que podía relegar otra vez a un futuro lejano, todavía innominado, esa amenaza concreta que se había llamado Avellaneda y los Otros. “Avellaneda y yo”, dije, despacito. Ella no entendió el porqué de esas tres palabras en esa precisa oportunidad, pero alguna oscura intuición le hizo saber que estaba aconteciendo algo importante. Se separó un poco de mí, todavía sin soltarme, y reclamó: -A ver, decílo otra vez-. –Avellaneda y yo, -repetí, obediente. Ahora estoy solo, de vuelta en casa, y son casi las dos de la madrugada. De vez en cuando, nada más que porque me da fuerzas y me entona y me afirma, sigo repitiendo: “Avellaneda y yo”."
Pagué el cortado que no tomé y me encaminé hacia el apartamento. Llevaba conmigo un vergonzante temor a su silencio, sobre todo porque sabía de antemano que aunque ella no dijese nada, yo no iba a investigar ni a preguntar ni a reprochar. Simplemente iba a tragarme la amargura, y, eso sí era seguro, a comenzar una era de pequeñas tormentas sin desahogo. Tengo una particular desconfianza hacia mis épocas grises. Creo que me temblaba la mano cuando hice girar la llave de la cerradura. -¿Cómo llegaste tan tarde?- gritó desde la cocina. –Estaba esperándote para contarte la última locura de Robledo, ¡Qué tipo! Hacía años que no me reía tanto.- Y apareció en el living con su delantal, su pollera verde, su buzo negro, sus ojos limpios, cálidos, sinceros. Ella no podrá saber nunca de qué me estaba salvando con esas palabras. La atraje hacia mí y mientras la abrazaba, mientras aspiraba el olor tiernamente animal de sus hombros a través del otro olor universal de la lana, sentí que el mundo empezaba de nuevo a girar, sentí que podía relegar otra vez a un futuro lejano, todavía innominado, esa amenaza concreta que se había llamado Avellaneda y los Otros. “Avellaneda y yo”, dije, despacito. Ella no entendió el porqué de esas tres palabras en esa precisa oportunidad, pero alguna oscura intuición le hizo saber que estaba aconteciendo algo importante. Se separó un poco de mí, todavía sin soltarme, y reclamó: -A ver, decílo otra vez-. –Avellaneda y yo, -repetí, obediente. Ahora estoy solo, de vuelta en casa, y son casi las dos de la madrugada. De vez en cuando, nada más que porque me da fuerzas y me entona y me afirma, sigo repitiendo: “Avellaneda y yo”."
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